Un estudio comparativo de las estrategias de abuso psicológico: en pareja, en el lugar de trabajo y en grupos manipulativos
El estudio de la agresión y la violencia es uno de los grandes clásicos de la investigación en psicología social y en las ciencias sociales en general. Esta investigación se caracterizó por centrarse mayoritariamente en la agresión de tipo físico, analizando eso sí los efectos, consecuencias o daños psicológicos causados por tal agresión.
Fue en las dos últimas décadas cuando se produjo un incremento notable de la investigación científica sobre la agresión de carácter psicológico, coincidiendo con el aumento de la relevancia social del tema en el mundo occidental. Esta relevancia transcurrió en paralelo a una mayor concienciación social por el respeto a los derechos humanos de forma integral y, en concreto, en la lucha por la igualdad de derechos de la mujer y por la reivindicación de un trato no discriminatorio hacia las minorías socialmente menos protegidas.
Algunos ejemplos de la relevancia social de las conductas de agresión o abuso psicológico podemos hallarlos en el ámbito de la violencia de pareja, en el de la violencia en el lugar de trabajo (mobbing), en el de la violencia en los colegios (bullying) o en el de grupos de manipulación y coacción como las llamadas sectas coercitivas.
En general las investigaciones realizadas sobre agresión o abuso psicológico se circunscriben a uno de esos ámbitos de aplicación. La perspectiva de partida de este estudio busca un análisis del abuso psicológico como un fenómeno con entidad propia que muestra elementos comunes en los distintos ámbitos de aplicación, a la vez que elementos diferenciales que distinguen y definen dicho abuso en cada uno de esos ámbitos.
Este trabajo muestra brevemente una revisión de las investigaciones sobre la evaluación del abuso psicológico realizadas en los ámbitos de las sectas coercitivas, de la violencia de pareja y de la violencia en el lugar de trabajo o mobbing. Tras esa revisión del abuso psicológico y de la forma de evaluarlo en los tres ámbitos, este estudio responde al objetivo de proponer una nueva categorización de los componentes del abuso psicológico para cada uno de los tres ámbitos, manteniendo esa perspectiva de fenómeno de base común.
Hacia una delimitación del alcance del abuso psicológico
La poca relevancia que el estudio de la agresión de tipo psicológico ha tenido en la literatura científica hace que asistamos todavía a una cierta inmadurez o confusión conceptual. En principio, parece existir acuerdo entre la mayoría de investigadores en que la agresión se produce fundamentalmente de tres formas distintas, física, sexual y psicológica (Slep y Heyman, 2001), entendiendo que la sexual contiene elementos de las otras dos, pero merece esa diferenciación por el objetivo específico de su acción.
Mientras la agresión física parece más fácilmente delimitable, la de tipo psicológico plantea problemas en su alcance, centrados básicamente en si, además de las conductas que parecen más obvias, como la amenaza o la humillación, abarca o no otras más sutiles (Marshall, 1999), como pueden ser la manipulación de la información o la desconsideración de las emociones de la otra persona.
Esa dificultad para precisar los límites de la agresión no-física es quizá la que más impide lograr una definición consensuada de la misma y, también, la que más contribuye a la dispersión de términos para denominarla. Así nos encontramos que diferentes autores han utilizado con un significado muy similar expresiones como: abuso psicológico (Hoffman, 1984), agresión psicológica, violencia psicológica, maltrato psicológico, maltrato emocional, abuso emocional (NiCarthy, 1986), abuso no-físico (Hudson y McIntosh, 1981), abuso indirecto (Gondolf, 1987), abuso verbal (Straus, 1979), abuso mental, tortura mental (Russell, 1982), manipulación psicológica o acoso moral. Prácticamente, se han ido combinando los sustantivos ‘agresión’, ‘violencia’, ‘abuso’ o ‘maltrato’, con los adjetivos ‘psicológico’ y ‘emocional’, preferentemente.
En definitiva, todas estas expresiones tienen en común que se refieren a formas de agresión no físicas y la diferencia conceptual entre ellas se refiere fundamentalmente al alcance más reducido o por el contrario más comprensivo que muestran respecto a las estrategias psicológicas de agresión. La expresión “abuso psicológico” es quizá una de las que está logrando un mayor consenso en la literatura científica y tiene la ventaja de permitir una definición ampliamente comprensiva de toda conducta abusiva de carácter no físico, incluidas las más sutiles. En lo que coinciden muchos investigadores es en que el abuso psicológico suele ser tan dañino como el físico o el sexual (Egeland y Erickson, 1987; O’Leary, 1999).
Investigaciones recientes apuntan que las consecuencias adversas que provoca este tipo de violencia en la salud del que la sufre se manifiestan incluso antes de la aparición del maltrato físico (Follingstad, Rutledge, Berg, Hause, Polek, 1990) y con un impacto psicológico igual o mayor al provocado por las agresiones físicas (Henning y Klesges, 2003; Marshall, 1992; Sackett y Saunders, 1999; Street y Arias, 2001). Algunos hallaron que la mayoría de víctimas estudiadas juzgaron la humillación, la ridiculización y los ataques verbales como más desagradables que la violencia física experimentada (Walker, 1979; Follingstad et al., 1990), lo que también se recoge así en un informe de la OMS (1998) que indica que el peor aspecto de los malos tratos no es la violencia misma sino la “tortura mental” y el “vivir con miedo y aterrorizados”.
Sackett y Saunders (1999) y Marshall (1999) encontraron que la ocurrencia de abuso psicológico era mejor predictor del miedo de la víctima hacia una agresión futura que la severidad de la violencia física previa. Además las prácticas de abuso físico o sexual suelen conllevar siempre abuso psicológico incorporado hacia la víctima (Stets, 1990; Vitanza, Vogel, Marshall, 1995; Tolman, 1999; Follingstad y DeHart, 2000; Henning y Klesges, 2003). En buena medida, para el caso de violencia de pareja, el abuso psicológico suele ser un importante precursor del físico (Murphy y O’Leary, 1989; Tolman, 1999), así lo muestran distintas investigaciones (citadas en Echeburúa, 1994) que indican cómo el aumento gradual de la interacción coactiva (insultos, desvalorización, amenazas, aislamiento, etc.) antecede a la agresión física.
En muchas ocasiones, el afán de dominar al otro comienza por las formas tradicionales de influencia y persuasión, y cuando éstas fallan se inician las estrategias propias del llamado poder coercitivo y del control para extenderse a otras formas de abuso psicológico, llegando en ocasiones a desembocar luego en violencia física.
Además, el clima de miedo y humillación generado por el abuso físico fortalecería el impacto del empleo del abuso psicológico por parte del agresor, como mantienen Shepard y Campbell (1992). No debemos olvidar, por otra parte, que a menudo «ser capaz de forzar a otra persona a actuar de la manera prescrita produce un sentimiento de dominio y superioridad» (Worchel, Cooper, Goethals y Olson, 2002). Desde la perspectiva de que el objetivo final del abuso físico y el psicológico es conseguir la dominación y el control sobre la víctima, algunos autores consideran artificial la separación entre esas distintas formas de abuso, el físico y el psicológico, cuando además el físico también causa daño psicológico (Tolman, 1992).
Esta tendencia a la no distinción, junto con la dificultad de establecer una definición operativa del abuso psicológico, útil tanto a profesionales de la salud como a juristas, ayudan a entender por qué no se estudió hasta muy recientemente el abuso psicológico como una entidad propia y diferenciada del abuso físico (Tolman, 1992; Vitanza et al., 1995; O’Leary, 1999; Jory, 2004).
Otros motivos del no estudio pueden ser: la tolerancia social hacia cierto tipo de comportamientos encuadrables en el abuso psicológico (Vissing et al., 1991, citado por Hamby y Sugarman, 1999); la tendencia de los profesionales a considerar el abuso psicológico como una preocupación secundaria frente a la agresión física, asumiendo implícitamente que sus consecuencias son menos severas y más transitorias (Arias y Pape, 1999); el desarrollo de muchos de estos comportamientos abusivos en el ámbito íntimo, unido a la tendencia de agresores y víctimas a ocultarlo; y la “invisibilidad” de cierto tipo de víctimas con una posición social menos prominente (Jory y Anderson, 2000).
Una cuestión muy importante a tener en cuenta aquí es la gran influencia de las variables sociales y culturales que caracterizan cada contexto social a la hora de interpretar lo que debemos entender o no por abuso psicológico, máxime en un mundo donde cada vez aumentan más las interrelaciones entre personas con diferentes valores, creencias y culturas de procedencia.